Volver a leer
Uno nunca está en Berlín. Uno se queda en Berlín, se queda en Berlín, se queda en Berlín. Hasta que se va de Berlín.
Martín Caparrós se está muriendo. No lo digo yo, lo dice él. O mejor dicho lo escribe. Una enfermedad de mierda, lenta pero no tan lenta. Y en el medio del desastre, escribe. Y escribe. Y escribe.
El resultado es Antes que nada, un libro brutal escrito de una manera encendida. Un mamotreto de 650 páginas en los que repasa su vida y le da una y mil vueltas a su muerte. Una forma de conjuro o de canto de cisne, un la puta que lo parió, esto está pasando y lo voy tomar, armar, desarmar, contar.
El gran cronista contándose a sí mismo. Es un libro algo triste, claro, pero con una potencia vital arrolladora. Un libro sobre la vida, sobre varias vidas, sobre todas sus vidas.
A mí me sirvió para un propósito bastante más modesto: volver a leer.
Cumplí 40. Algo del pragmatismo alemán se me debe estar pegando porque se me ocurrió unificar balances: el inevitable balance de cuatro décadas de existencia con el famoso balance de fin de año. Es decir que a este último lo adelanté por decreto de necesidad y urgencia.
Traté de ir al hueso y la pregunta no fue tanto qué hice en todo este tiempo, sino quién soy. Si vamos a filosofar filosofemos bien. La clase de preguntas que conviene pensar y repensar, mas (sin tilde) no enroscarse. O no demasiado.
¿Quién soy? ¿Mi nombre? ¿Mi trabajo? ¿Mi personalidad? ¿Mi pasión? ¿Tengo una pasión? Durante muchos años me definí por mi trabajo. Con el tiempo esa actitud me pareció un poco boba. Supongo que un hijo te debe ayudar bastante en eso. La enorme responsabilidad de criar a una persona debe tener el peso suficiente de ganar la definición: sos padre, sos madre. O tal vez hay que resignarse a no ser nunca algo del todo completo.
No esperen grandes conclusiones de este panfleto.
¿Con qué criterio definir la identidad? Por ahora el que más me cierra es el de la perspectiva. Es decir, la manera en la cual encaro cualquier cosa. Lo que sea: responsabilidades, relaciones, el ocio. El ocio es clave, porque ahí nadie te dice hacé esto o hacé lo otro, en el ocio no te queda otra que ser más o menos vos y supongo que por eso vivimos con terror al aburrimiento.
En fin, 2024 fue un gran año para mí, pero como verán mi condición de argentino me impide tener un diciembre tranquilo.
La edad no me genera grandes conflictos. Es una de las cosas que me gusta mucho de Berlín: aquí importa poco cuántos años tenés. A las personas más grandes se las puede ver en situaciones y lugares que, al menos en Argentina, se pensarían solo para jóvenes. La noche y la fiesta a la cabeza.
Hace un tiempo viajé a París por trabajo y me quedé en la casa de un conocido, Charles, que tiene sesenta y pico. Es francés y habla muy bien español. Cuando me enteré de que faltaba poco para su cumpleaños se lo comenté, y me respondió algo que no esperaba: “¡Al fin crecer!”
El tiempo en el mejor de los casos te permite abrir la cabeza, que es una de las cosas que a mí más me importa. Es una manera de pasar por este mundo en la que encuentro sentido: aprender cosas nuevas, ser menos dogmático, aceptar la complejidad.
Creo que fue en una entrevista que a Bob Dylan le preguntaron por sus locos años de juventud. El viejo demente que es hoy Dylan habló de los excesos, la diversión y el rock and roll. Pero cerró con una frase para hacer bandera: “Eso sí, en aquel momento yo era mucho más viejo”.
Gracias siempre, Bob.
Volviendo a los 40, no me puedo quejar. Tuve regalos increíbles. El primero: que un puñado de personas atraviesen cientos y miles de kilómetros para reunirnos y celebrar. Los grandes desplazamientos no dejarán de sorprenderme nunca. La posibilidad de estar acá o allá. Que haya personas que vivan toda su vida en los mismos quinientos metros cuadrados y que eso esté muy bien. Que en un día te puedas atravesar el mundo entero. Te subís a un aparato y chau.
Una vez para un trabajo de la facultad investigué una historia familiar que había estado oculta por décadas: mi bisabuela no era mi bisabuela. Es decir, mientras en la casa de mi abuelo una señora ocupaba el rol de su madre, su madre biológica estaba internada en el neuropsiquiátrico Moyano, en la ciudad de Buenos Aires.
Se llamaba Serafina.
El disparador de esa investigación fue una escena que contó mi tía y me quedó grabada. Una noche mientras cenaban -década del 60- sonó el teléfono, ella atendió y una voz misteriosa le dijo que su verdadera abuela estaba internada en un manicomio. Ella volvió a la mesa, lo contó y la respuesta fue el silencio. Un silencio que se proyectó durante décadas.
Entre 2006 y 2015 trabajé en una redacción cerca del Moyano y algunos mediodías empecé a ir a buscar información. A recorrerlo. Les llevaba chocolates a las empleadas que me ayudaban en la búsqueda. Carpetas, ficheros, polvo. Ningún resultado. Llegó un momento en el que la obsesión fue total, necesitaba ponerle un rostro a esta bisabuela traspapelada. Una noche tuve un sueño del que me desperté sobresaltado: hojeaba un archivo de infinitas páginas hasta que finalmente aparecía su imagen y era… ¡mi tía!
Hacía mucho calor y el cielo estaba bien celeste el día que, ahora sí, apareció su expediente. No hubo suspenso: en la portada estaba su foto. Una chica como tantas otras. La incongruencia de que alguien que luce de tu edad sea tu bisabuela. El problema para encontrarlo fue que había sido ingresada al neuropsiquiátrico con otro nombre. Demasiadas preguntas.
Adulterando los protocolos del Ministerio de Salud de la República Argentina, que dicho así suena muy rimbombante, pero en una tarde de calor insoportable es mucho más lábil, una empleada harta de mí aceptó fotocopiarlo completo y entregármelo sin más preguntas. Tal vez los chocolates influyeron.
Fue una pequeña revolución familiar que abrió algunas puertas y creó más interrogantes: siempre que iluminás algo también se proyectan nuevas sombras a su alrededor.
Todo esto viene a cuento de lo anterior de los desplazamientos, porque terminada la investigación lo que más me impresionó fue la cercanía física entre todos los implicados. Que la distancia que separaba a mi abuelo de su madre biológica durante décadas fue la que separa el barrio de Palermo del de Barracas, menos de diez kilómetros. La misma que yo atravesaba todos los días para ir a trabajar. Una distancia estándar para una ciudad como Buenos Aires, mínima para un país como Argentina, indescifrable para esa extraña unidad de medida que define los vínculos entre las personas.
Madrid es una ciudad que me debía. Pospuesta. Que sabía que me iba a gustar y que, viniendo de Alemania, es como una abuelita que te recibe con un abrazo, te cocina algo rico y te dice que todo va a estar bien. Una forma de hogar. Igual de ahí a terminar en la casa de una chamana hay un largo trecho. Pero ocurrió.
Un día Sol dijo, como si nada, que en Madrid iba a asistir a una sesión con una. Por lo que vi estas cosas se gestionan como la falopa: a través de amigos de mucha confianza, sin gritarlo a viva voz, cuidándolo.
Mi cara evidentemente no fue de espanto, a punto tal de que me preguntó si quería ir también.
- ¿Para qué sería exactamente?
- Te hace una limpieza espiritual.
- Ok, puede ser.
En el mundo de los indecisos, de los que necesitamos miles de demostraciones empíricas de que lo que vamos a hacer tiene algún grado de cordura, y que para avanzar en algo nuevo analizamos cada interjección que pronunciamos desde la infancia, el concepto de “puede ser” implica, a veces, un cambio rotundo en una posición.
Sol lo captó en el aire y desde ese día la chamana pasó a formar parte oficial de mi regalo de cumpleaños. En mi ignorancia absoluta advertí: “No pienso tomar ningún hongo ni ácido”. No hacía falta.
Cuando estoy por hacer algo nuevo o que me da miedo tengo razonamientos que tienden a minimizar el impacto. Como un control de daños. Así, por ejemplo, cuando me estaba yendo a vivir a Alemania me decía: “Es como un viaje de trabajo, solo que más largo”. Y en este caso fue: “Tuve doce años de educación religiosa, un par de horas con una señora no me pueden hacer mal”.
Es un poco negador pero muy funcional. Me permite avanzar.
Según la RAE, una chamana es una persona que está dotada de poderes sobrenaturales para invocar espíritus y hacer sanar.
Yo a esa clase de personas las pienso como seres que unen los puntos con otro patrón. ¿Vieron los libros para niños en los que unís puntos que son números en el orden correcto y se forma la imagen? Bueno, creo que ellos los unen siguiendo otro criterio y quién sabe qué imagen sale de eso.
Mi único temor real era la vergüenza ajena. Era ver algo sobreactuado, algo instagrameable. No sucedió.
En mi vida espiritual la educación escolar católica fue la tesis, el ateísmo universitario la antítesis y la síntesis un proceso que se activó el día que vi un fantasma en un parque de Berlín. La clase de eventos que te dejan sin explicación. Por todo esto es que ahora trato de ser lo menos dogmático posible: chamana y después tapas y birras, qué puede salir mal.
Leer es una de las cosas que más me gustan. Así y todo, creo que a veces está sobrevalorado: no te hace mejor persona y está lleno de hijos de puta muy bien leídos. Percepción al margen, noté que en el último año me compraba libros y nunca los leía, algo normal en personas lectoras, sin embargo, en los últimos meses aumentó brutalmente la proporción de los no leídos.
¿A dónde trasladé ese tiempo? Lógicamente, a las redes sociales.
El colmo fue cuando me puse a leer para preparar algunos tours nuevos y advertí cómo me costaba concentrarme, hacer foco, hundirme en ese momento en el que la totalidad de la atención está en las conexiones del texto, en las ideas, en esa danza de conceptos que, supongo, se puede resumir más o menos como pensar.
Me pareció que estaba perdiendo algo a cambio de algo que elijo sin elegir tanto. Algo a lo que le doy un espacio, pero que por acción u omisión le permito invadirlo todo. Si bien pienso que las redes son lo que hacemos con ellas, creo que su lógica de funcionamiento facilita y exacerba tanto lo fugaz y fragmentado que después es muy jodido de hackear.
Así que aproveché los días en Madrid para decidir que quería volver a leer en profundidad. Antes de partir fui a la biblioteca y tomé ese libro que vengo paseando hace rato, que repasa cómo los historiadores alemanes encararon el problema del nazismo a lo largo de los años, y para completar los temas bien alegres agarré también un cuaderno que recopila fascículos sobre la Guerra Fría.
Una vez en Madrid me compré Teoría de la gravedad, de Leila Guerriero (en cada viaje me termino comprando un libro de ella) y me regalaron -por pedido mío- Céntrate, de Carl Newport, justamente sobre técnicas de foco. La mesa estaba servida, y leí, sí, incluso me gustaron, pero no sucedió eso que quería recuperar.
En eso andaba cuando apareció el Monstruo Caparrós.
Antes que nada es un ladrillo que intimida desde su tamaño. Al menos en la edición española, que por algún motivo es el doble de voluminosa que la argentina (incluso con la misma cantidad de páginas). Un bloque que asusta desde la cuadratura de su lomo y que en el estante de la librería se me reveló utópico. Con lo que estoy tardando en leer 100 páginas imagínate 650…
Pero divide y reinarás. Se me ocurrió que, si lograba leer cien por día, en menos de una semana lo habría terminado. Seis días y medio para ser más precisos. ¿Cómo puede ser? Eso es mucho menos tiempo del que dediqué este año a pensar y lamentarme por todo lo que no estaba leyendo. Lo compré.
Las tres horas en avión desde Madrid hasta Berlín fueron el mejor comienzo. Sin internet la cosa se facilita. Al sueño logré vencerlo y cuando llegué a la página 120 sentí el sabor de la victoria. Miré a mi alrededor en búsqueda de una mirada cómplice, alguien que percibiera mi triunfo sobre el analfabetismo lector en el que estaba sumergido. A mi izquierda, Sol dormía; a mi derecha, un alemán grandote jugaba a un videojuego en el celular.
En soledad y a treinta mil pies de altura disfruté de mi pequeña gloria. Me pareció oportuno celebrar con un café, pero me lo querían cobrar. Desistí. Nunca superé eso de que te quieran cobrar por todo arriba del avión. No es tanto de amarrete, sino de no aceptar que las cosas cambian. Fue, entonces, un festejo austero pero sentido.
Caparrós es un animal de escritura, lleva publicados como cuarenta libros. En Antes que nada repasa su vida, son sus memorias, por lo que es también una historia de los medios de comunicación en la Argentina. Intercalado con el orden cronológico de una vida viajando están los capítulos de la enfermedad, la actual, la que sabe que lo va a matar y atraviesa mientras escribe.
Algo que me gustó mucho del libro es la trastienda de sus crónicas -Caparrós es uno de los grandes cronistas de habla hispana-, cuando cuenta cómo encaró tal o cual trabajo, por qué decidió aquello o por qué tal elección estética. El -siempre difuso- límite entre ficción y no ficción. El libro es también una historia de las turbulencias de un país como Argentina, de vivir afuera, de volver, de volver a irse, de nunca estar del todo cómodo en ningún lugar.
Al principio los capítulos de la enfermedad son los que me hipnotizaron. La entereza de reírse de uno mismo y de la desgracia; un superpoder. Crudeza y belleza al mismo tiempo.
Si embargo, a medida que avanzan las páginas el relato de su vida es tan arrollador, entre viajes, aventuras, amores, en fin, todo lo que una persona puede hacer en este mundo, que los capítulos sobre la enfermedad pasaron a un segundo plano y el remolino de la vida -en mi lectura- se llevó puesta hasta a la muerte, que está sucediendo, pero que queda opacada por ese ser y hacer desbordante.
Morir te morís una vez, pero ¿cuántas vidas puede vivir una persona?
Al final no tardé seis días y medio sino nueve. No fue el plan original pero el objetivo está cumplido. Ahora, como adelgazar, lo difícil es mantenerse.
Para eso me propuse dosificar redes y no perder el foco. En eso estaba cuando mi hermana me escribió desde su isla de playa y mar. Dice que encontró una perrita en la ruta, que estaba muy desorientada y perdida. Que la levantó pensando que tenía dueño pero que al final no lo tiene. Es cachorra, muy negra y como se encariñó se la va a quedar.
De nombre le puso Serafina.